Océanos de gloria by Alfonso Romero

Océanos de gloria by Alfonso Romero

autor:Alfonso Romero [Romero, Alfonso]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 2000-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo VIII

AL día siguiente llegaron los deseados permisos. Dos días para la mitad de la tripulación, que recibirían una pequeña parte de la paga y vales para conseguir comida. Al término de esos dos días, sería la otra mitad la que librase en las mismas condiciones, siempre y cuando no fuera necesario un reembarque general, que todo había que advertirlo.

La elección de la mitad afortunada se verificó por orden de mérito durante la tormenta y el combate. Así correspondió librar a los miembros de la tres andanas de babor, que habían soportado sobre sus hombros el terrorífico combate del día anterior. También obtuvieron permiso los gavieros y juaneteros que habían permanecido en cubierta durante la tormenta, así como los que más habían subido a la vela durante el combate. A la vista de esta última repartición, alguien podría calificarla de inadecuada, toda vez que podía dejar al Fénix sin apenas gente de mar. Debo reconocer que no les faltaría razón, pero también tendría que recordarles el hecho cierto de que la perfección es algo muy esquivo. Así, lo que en circunstancias idóneas sería una mala decisión, se convertía en muy justa en condiciones ordinarias, pues casi siempre pasaba que los marinos destacados en unos y otros percances respondían a los mismos nombres. Esto no quiere decir que los demás no fueran bravos o capaces —¡Dios me libre de afirmar algo así!— pero sí que eran un poco menos decididos a la hora de jugarse la vida, necesitando, de alguna manera que se les ordenasen continuamente las cosas. En el fondo, esa era la mejor gente, pues tenían algo por lo que vivir, llámese familiares, mujer o hijos y no veían razón alguna para arrojarse temerariamente sobre las fauces del lobo buscando una gloria que no necesitaban.

Pero dejemos de lado esta disquisición, tan infructuosa como difícil de resolver, y volvamos a nuestro reparto de permisos. Como era de esperar, obtuve uno de esos permisos iniciales. También lo obtuvieron los de mi cañón, así como José Idíaquez, que bien lo merecían todos ellos en general, aunque unos más que otros en particular. Siguiendo con la lista, podría citar a Soto, a Arnaiz y a muchos más de los que no les he hablado y que en total sumábamos doscientos siete afortunados.

Lo primero que hicimos fue bajar al sollado, en donde se almacenaban nuestros trajes de paseo, mucho más vistosos que los trapos de diario. Concretamente, estaban en un pañol especial, vulgarmente conocido como la roponería y guardados en una serie de arcas compartidas por varios compañeros.

A diferencia de los trajes de faena, que nos confeccionábamos nosotros mismos, los de paseo estaban hechos a nuestra medida, a fin de que nos vieran en tierra decorosamente vestidos y de que la Armada tuviera buena imagen. No es que fueran sedas de marqués, pero eran bonitos de ver, aun considerando que no eran ni siquiera todos iguales. De hecho no constituían un uniforme propiamente dicho, como el de los infantes de marina, aunque sí eran



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